
En ciudades vacías busco la serenidad, tratando de encontrar el equilibrio en la soberbia, y llego a este desierto sin alas donde ni el rojo, ni el oro, ni el vino, ni las mareas del tiempo ni el ritmo de la vida se conocen.
En esta hora, justo en ésta, se hace patente la necesidad: el consuelo puede aparecer bajo el disfraz de pijama cálido o del vaso de agua que bebemos las noches de verano cuando no podemos conciliar el sueño. Pero nunca llega. Las horas, desertoras de causas desconocidas, dejan al marcharse cruces de hielo sobre las almohadas.
Ojalá fuese acólita de una religión que sólo aportara calma. Un solo segundo de calma, y mi cielo sería guardarlo muy dentro. ¿Me ves? Desde mi cama hago señales de humo con el que me pinto los ojos; así si lloro se me quedarán las señales en las mejillas y ya no podré negarlo.
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